miércoles, 26 de agosto de 2009

Los de Afuera

Nos acostamos temprano para luego caminar sin cansancio hasta el atardecer.
Mi madre, después de atender a mi padre, se acerca sigilosamente y me susurra a los oídos –una señal para mudar mi rutina-; mientras que mi madrastra agita la tinaja tratando de llamar la atención a los señores de la casa y a mi padre que contempla los movimientos de mi madre.
* * *
Ella tan distraída me narra su juventud con un suspiro triste que me llena de coraje:Cuando apenas tenía nueve años, los awajún, en venganza de sus antepasados, pretendían acabar con nosotros. La noche en que nos encerraron nos amenazaron de muerte y así ocuparon nuestras chacras y los caminos que habíamos logrado abrir. Los gritos de los desavenidos cesaron cuando el gallo anunciaba el amanecer del día. Juan, el menor de los hermanos, dijo:
- Iré al baño sin hacer ruido.– Ve con cuidado y regresa de inmediato.
A la esquina del patio había un tronco, regularmente largo, del árbol que cruzaba la quebrada y utilizábamos diariamente. No había dado dos pasos de la puerta cuando escuchamos el disparo ensordecedor que sacudió la casa y vimos cómo caía el cuerpo sin vida al suelo.
El alma puede disfrutar la presencia de su sombra pero yo me sentía sin cuerpo y sombra, como una pluma abandonada en el bosque por un ave. Tu padre se levantó de su asiento. Tomó la carabina y se dirigía a la puerta pero fue impedida por Mashian y la pamuk que se encontraba más próximo a él.
Se acercaron al cuerpo con una expresión triunfante mientras nosotros desde la casa tratábamos de adivinar los pasos y los detalles que seguían los enemigos para cortarle la cabeza. El que disparó levantó la lanza al son del canto de la pamuk y prosiguió a degollar el cadáver emitiendo un sonido que apagaba el corazón de tu padre y levantaba el furor de la casa. La pamuk cantaba cuando el asesino penetraba la lanza en el cuello inerte de Juan y chiku chiku avanzaba hasta dar toda la vuelta.
Cuando terminó de cortar envolvió su mano en la larga cabellera y lo lanzó a sus amigos. La cabeza cayó y rodó y rodó rodando lágrimas sangrientas hasta retenerse en el tronco de un árbol. Esto nos reconfortaba y nos daba una esperanza.
Quedaron en silencio, los cantos de las cigarras, de las ranas y de los pájaros reinaban el triste atardecer alentando nuestras tristezas, donde privados y asustadizos esperábamos el último disparo que acabaría con los hombres degollados y nosotras raptadas para ser esclavas o amantes de los enemigos, adoptando costumbres diferentes con hombres jamás vistos.
Sentada en una de las esquinas, con la cabeza agachada, observaba a Mashian cuando aflojaba el nudo del medio de la pared para poder vengarse o asustar a los enemigos que no cesaban de gritar. Observaba quieto, tal vez tratando de encontrar el momento preciso para dar con la victima. Entonces oímos un disparo agobiante y un gemido singular de uno de los de afuera. El sujeto cayó inerte con el winchister en la mano derecha, que poco antes trataba de recargar.
Encendimos la furia. Fulminaron la casa con disparos, parecía como si el techo se abriera de par en par y la pared se convirtiera en polvo, tal vez a falta de experiencia en la vida escuchaba cómo las municiones caían al lodo aplanadas con el rozar de la pared. Imagino que te preguntarás por qué la casa tenía una pared tan resistente, pues, eran las cortezas de las topas resecadas especialmente para la construcción de la casa. Siempre es bueno prevenirse, decía tu padre, mientras los disparos consecutivos nos ensordecían más y más.
En la casa, apoderada de triste silencio, se percibía el olor a sangre coagulada que emanaba del techo. Terminado el tiroteo, permanecimos desperdigados como si despertáramos de una larga pesadilla. En un instante oímos voces. Tal vez coordinaban otro ataque, o acaso acumulaban alrededor de la casa leñas para emprender el fuego.
- Sí, sí, sí, nos quedaremos hasta el final ¿cómo van a salir a orinar? ¿Cómo saldrán sus mujeres para darles de comer? ¿vivirán para siempre metidos hasta el final? Presumía afuera sus fuerzas y sus valentías; disfrutaremos a sus mujeres gritaba uno, con una voz desfallecida.
Apenas terminaban de pregonar su valentía se reían efusivamente y celebraban con júbilo nuestra desgracia.
Se habían apoderado de nuestras chacras que conservábamos y con esa fuerza permanecían inmovibles mientras nosotros tiritábamos de frío y el hambre se avecinada como el sol en las mañanas.
Al atardecer, el cielo oscureció y llovió de manera natural. Al siguiente día oímos cómo aullaba el bosque por la suerte de los de afuera.
* * *
Momento de competir con las voces o conocer el destino de ambos.Las voces eran de ambos bandos, protagonizados por la letra “y” y la “a” formando un “yaaaaaa” tratando que el sonido y la melodía sea ascendente y constante. El ému daba el “ya” de inicio y seguían los demás hasta llegar al final. Cuando la entonación era excelente se alegraban porque en su camino no serían deshonrados por sus enemigos, entonces significaba una debelación. Cuando el último de la fila se equivocaba y terminaba el yakmau con un jai, jai, jai se preocupaban porque revelaba la desgracia de sus vidas por tanto la debilidad en el grupo aumentaba hasta desanimarlos.
Empezaron los de la casa con el temor de equivocarse pero lo hicieron bien, quedando así reconfortados, festejábamos con miradas brillosos esperando al otro. Los de afuera, ya en su turno, iban cantando yaaaaaaa, formando eco continuo, hasta que el último terminó con un jai, jai. Entonces recobramos fuerzas, nos nutrimos de ese error y se asomaba una esperanza en nuestros corazones. Y así lo hicieron dos y tres veces, en ella lograron realizar bien solo en una oportunidad dejándonos a nosotros con una energía aún mayor. Esperábamos que el destino nos diera una señal para salir del infierno que estábamos atravesando.
La tarde angustiada nos arrastraba a su camino donde reinaban los cantos de los grillos, aves y pajarillos nocturnos.Apesadumbrados y enflaquecidos por el dolor yacíamos cada quien en las esquinas de la choza cuando oímos pasos y gemidos. Entonces mi esposo dijo:
- Todavía siguen vigilantes a nuestros movimientos.- No, es algún familiar; escuchen la voz
En ese momento sentimos que se acercaban un grupo numeroso. Era él, mi cuñado, vestido con itipak y sin pintura en la cara –así se vestían los parientes- acompañados de sus hijos, primos y hermanos se acercaron a la puerta.
Soy yo Juan, ¡Abre la puerta, abre la puerta!
Tu padre fue al encuentro pero el llanto quebró su voz. Entonces la pamuc corrió y tomó el ají que se encontraba colgado en la esquina de la casa, cerca de la candela y, poniéndole inmediatamente en la boca para que dejase de llorar, le dijo:
- No llores, si te debilitas no vas a vengar la muerte a tu hermano.– No puedo contener el llanto.– No llores, sigan adelante, empiecen a planear el ataque.
Así fue, toda la casa se llenó de rugidos que no estaban lejos del enojo de los otorongos, cada uno tomaba sus lanzas en la punta y saltaban de un lugar a otro cruzándose entre ellos en forma de zigzag esbozando palabras que no se diferenciaba con los quejidos de los sajinos. Todos empezaron a empaquetar las municiones, la pólvora, las escopetas, los algodones secos que serviría para cargar la bala; forraron cuidadosamente que ni el agua podía burlarse de ellos mojando sus armas. Cuando tu tío llegó constató que los de afuera ya habían emprendido su camino de regreso porque marcas de sus pisadas en el lodo estaban esclareciendo.
A Mashian le pidieron que invocara la lluvia. Él, a un metro de la puerta, pensando en los enemigos para que de frío no avanzaran el camino, tomó el pedazo de tabaco que se encontraba colgado en la esquina de la casa, con su saliva humedeció el rollo del tabaco y en son de coraje invocaba a micha tsentsak , ni bien terminó su trabajo, el cielo oscureció, el trueno, el relámpago y el viento huracanado sacudía la casa como se sacude un árbol de papaya para tumbar sus frutos. Cuando se produjo la lluvia, las gotas parecían grandes piedras y otras diminutas que desde el techo y caían para luego formar un pequeño riachuelo en el suelo.
Después de terminar el atsanmamu y de haber alistado sus armas partieron en busca del enemigo en plena lluvia, con el itipak amarrado entre las piernas para que no se desatara en el camino.
* * *
Caminamos toda la mañana y la tarde hasta llegar al río donde las inmensas playas solitarias y exóticas ofrecen a sus habitantes unas chozas hechas con yarina por los aventureros del bosque.
Todos coincidimos en que los enemigos se alojarían en cualquiera de esas chozas para pasar la noche y secar sus pertenencias.
Esa misma noche fuimos a reafirmar nuestra sospecha. Nos acercamos sigilosamente y nos dimos con la grata sorpresa que habían colocado sus nanki alrededor del fuego y de la misma manera se habían colocado para disfrutar del fuego. Cuando la llama se encendía fuerte le echaban una corteza verde y hojas verdes para que el humo no les delatara.
No pude controlar el coraje que me embriagaba y corrí enfurecido hacía ellos con la lanza en la mano para atacar. En ese momento, alguien me detuvo diciéndome que me seria muy fácil exterminar a los asesinos de mi hermano en la madrugada porque no sentirían nuestra presencia y tampoco dejaríamos escapar a ninguno de ellos.
Retrocedimos gateando en busca de una choza donde también podíamos calentar nuestros cuerpos y secar las municiones y las pólvoras que se había congelado por el frío.
Alguien se acercó y me susurró al oído:
Cuando el gallo cante saldremos a encontrarnos pero si en ese momento te percatas que alguien se levanta y toma posición te retiras de inmediato porque no queremos más heridos en la familia.
Esa voz era como un eco en mis oídos, mi pensamiento estaba concentrado en cómo acabar con toda la gente que me había quitado para siempre a mi hermano y que llevaban la cabeza para celebrar su fiesta. Recostado en la arena me veía exterminar a esos sujetos. Recuerdo haberle dicho: sí, lo haré.
Esa noche no dormí. La oscuridad, las estrellas y la luna eran mis cómplices. Los grillos cantaban como si festejaran mi angustia. Cómo conciliar el sueño si la escena de la muerte de Juan alimentaba mi ira, obstaculizando mis recuerdos de infancia.
Los desventurados se habían colocado horizontalmente uno detrás del otro, alrededor del fuego macilento habían incrustado sus lanzas. Roncaban, disfrutando su desgracia venidera, soñando a sus mujeres en el más allá.
Cuando el ave anunció el amanecer, tomé mi lanza y caminé sin retroceder en dirección a aquella choza.
Con una mano tomé la lanza y fui hiriendo a unos en la pierna y a otros en el abdomen mientras que mis acompañantes se aseguraban que jamás se volvieran a cruzar en nuestros caminos ni en el de nuestros hijos y nietos. Cuando faltaba poco para acercarnos al final de la fila, uno de ellos apareció de la esquina y tomando su lanza se colocó en mi delante. Quise enfrentarme pero me llevaron de la mano sin recelo. Cuando el enemigo se posiciona no se debe seguir con el enfrentamiento dijo el otro.
Abandonamos la choza y corrimos en dirección al cerro con la misma velocidad que retrocede una raíz cortada desde la otra orilla del río.
Ya tranquilos, nos manteníamos ocultos observando, bajo la luna, a los moribundos. El hombre que se había levantado saltaba sin cesar, de un lado al otro, con la lanza en la mano, balbuceando frases moribundas: ijuta, ijuta ijuta como si quisiera despertar a los demás, generando un espectáculo triste y agotado que disfrutábamos desde lo más alto del cerro.
Un joven muy modesto, recobrando las fuerzas, bajó con serenidad y con un disparo apagó al sujeto como la lluvia al fuego.
Cuando el sol celebraba nuestro triunfo, llegaron del norte cinco sujetos a coordinar con los suyos y la charla se convirtió en llanto y cada uno fue en busca de cualquier soga para poder cargar a sus parientes heridos que podían aún sobrevivir.
Cuando se marcharon los desafortunados, bajamos triunfantes del cerro a llevarnos las cabezas con sus grandes cabelleras para nuestra gran fiesta.
Cerca de la choza nos esperaban dos moribundos enterrados a medio cuerpo. Cuando nos vieron se dijeron entre ellos con una voz roncosa: hermano, hermanito, el enemigo todavía sigue aquí. Diciendo esto, el desgraciado volteó la cabeza para no presenciar cómo la lanza penetraba su corazón. El otro nos dijo:
- Por favor déjame morir con esto, no puedo moverme, déjenme observar el cielo amarillento, yo no fui quien planeó la muerte de su pariente.
No terminó de hablar, mi compañero ya estaba degollando al moribundo que poseía una larga cabellera.
Del arenal sacamos cuanto pudimos, sí, realmente eran muchos. Observamos que a algunos, sus parientes, les habían cortado la hermosa cabellera teñida de huito para que no se viera presentable en la fiesta o para que no le cortáramos la cabeza. Tuvimos que levantar los cadáveres quejumbrosos para escoger a los más agraciados. Aquel día, partimos portando cabezas de nuestros enemigos hacia el largo y solitario camino. Solamente bebiendo agua caminamos cerros y cerros sin cansancio, siempre hábil. Si tuviera alas tal vez volaría pensaba.* * *
No llegaban. Empezamos a preocuparnos al ver que el sol iba cayendo, pero el yakmau nos fortalecía.
La casa parecía temblar con la presencia de mi marido. La pamuk se levantó y me dijo:
- Hija, tu marido acaba de asesinar a sus enemigos, tú tienes que estar adelante para recibir y te indicaré todo la dieta para que te pongas a trabajar.
No me sentía feliz, tampoco sabía qué hacer. Solamente miraba a tu padre ensangrentado que venía con una carga envuelto con hojas verdes donde se podía observar manchas de sangre. Cada uno venía con dos o tres cabezas poniendo la hoja debajo de la carga como si hubieran matado sajinos. No viene del mitayo, son cabezas de humanos -pensaba.
Como ya era de noche, los llevaron a todos para muk pakamu, la pamuk cantaba cuando ellos junto a mi marido desataban las ataduras de las hojas marchitas. Luego tomaron las navajas filudas y empezaron a pelar desde el cuello hacia la cabeza y el cuero cabelludo hasta la cara, la cara era muy difícil porque temían sacar un pedazo de carne que con el tiempo podría malograr el producto. Cuando terminaron de desprender el cuero del cráneo me dijeron que llevara a colocarlo en el puente de la quebrada, pasando nuestra chacra. Metieron unas cuantas cabezas descueradas con la advertencia de que no debía mirar y tampoco ir tropezándome en el camino. Cómo podía cargar semejantes cabezas que con sus dietes al descubierto y sus ojos resueltos parecían querer morderme. La pamuk me miró y me advirtió que debía ser yo por ser tan chica y porque mi marido por primera vez asesinaba a sus enemigos.
- No temas, no te hará nada, además eres la esposa de un visionario, le oí decir.
Conteniendo las lágrimas tomé la canasta y fui a la quebrada. Al principio pensé arrojarlos con toda la canasta pero eso significaba que los enemigos vendrían y nos matarían a todos. Entonces tuve que juntar algunas hojas cercanas y los tomé a cada uno de ellos del costadito y los fui colocando en fila hasta terminar para que los gallinazos deleitaran sus restos. No esperé más, regresé corriendo antes que esa cabeza recobrara fuerza y se vengara conmigo.
Ya hervida el agua, de acuerdo a las indicaciones de la pamuk, metían el cuero de la cabeza.
Habían encendido la candela, todos del mismo tamaño y al mismo tiempo, para celebrar el triunfo. Con la piedra llameante untaban el cuero sin exponer a la quemadura. Con la misma piedra colocaban en los labios del cuero y sonaban como si estuvieran friendo alguna carne exquisita que luego emanaba un olor nauseabundo. La pamuk ordenaba cada paso y todos empezaban y terminaban al mismo tiempo. No tenía que haber imperfecciones. Cuando ya todo estaba terminado, venía la fiesta, siempre con la orden de la pamuk, cada guerrero bailaba con su esposa. Se colocaban en la esquina de la casa hasta llegar al otro extremo y luego le seguía el otro, entonando una canción con las letras uja jau uja ja jau… y nadie podía equivocarse. Cuando llegó nuestro turno, la pamuk nos llevó porque apenas podía levantar mis pies y decir uja uja uja jau, solo recuerdo que tu padre me llevaba del brazo de un extremo al otro mientras yo esperaba que terminara lo más antes posible.
Antes que llegaran nuestros maridos, nos preparábamos para la fiesta. Teníamos que ir todas juntas a la chacra, en chacra nueva y con mucha prisa sacábamos la yuca escogiendo las más grandes mientras la pamuk nos esperaba en la casa. Íbamos resguardadas de los hombres, uno delante y otro atrás, y nosotras en el medio para que el enemigo no nos sorprendiera.
Temíamos del enfrentamiento, si alguien vendría herido o si acaso volverían. También temíamos que el enemigo apareciera en la casa para vengarse porque los hombres que quedaban en la casa salían a cazar para la comida de los niños
Ya en la casa, tomábamos las tinajas nuevas y nos colocábamos en fila y al son del canto de la pamuk echábamos el agua a la tinaja, la colocábamos en la candela que ya estaba lista, luego trozábamos la yuca hasta terminar la canasta. Todas llevábamos el cabello recogido. En fila echábamos aire a la candela con el abanico de paujil cuidando siempre que se cocieran todos por igual y sin quemarse. Ya cocida la yuca tomábamos el teen nuevo y aplastábamos despacio para mascar hasta que quede listo. Luego en una tinaja nueva preparábamos masato para nuestros maridos y lo dejábamos procesar. Después nos tocaba preparar el tuum para la cena de nuestros maridos.
- Con cuidado, no tiene que quemarse, tampoco pegarse la yuca a la tinaja, nos orientaba la pamuk.
El masato que yo había preparado olía a sangre, el tuum también olía a sangre, entonces la pamuk me miró y probó de las demás que sabía a caldo de mojarra y me dijo, ¿quienes fueron tus padres?, yo les mencioné, ¡ah! tú llevas sangre awajun, la sangre del enemigo, por eso la comida y el masato huele a sangre, bótalo al río y sirve lo que prepararon tus cuñadas.
Tal vez a un pariente mío, a un tío, o a un enemigo habían asesinado. Pero esa noche tuvieron que invitarme la comida y el masato para mi marido.
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